El 29 de abril fue el día de la danza. Usualmente compartiría una fotografía o un video bailando y mostrando lo feliz que me hace flotar sobre el escenario, los jardines, las montañas, el aire. Les contaría con profunda emoción el inmensurable amor que siento al bailar. Lo libre que me percibo con cada movimiento y expresión de mi cuerpo, el regocijo que emana cada gesticulación mía, cada milímetro de mi organismo envolviéndose y desenvolviéndose a son de una canción, de un sonido, de un suspiro.
Hoy, sin embargo, me toca escribir. Escribir con dolor, rabia, frustración e impotencia. Con vacío y miedo, lánguida, incompleta, temerosa del amor, de mi libertad, de mi cuerpo, de mi felicidad, de mis sueños. Hoy, siento la inercia enfriar densidades de mi ser, erizar mi piel y electrizar mi cabello. Hoy, bailar, vivir y amar, se reflejan en mí como un suplicio, como un pecado que se castiga con muerte.
Me siento fría, tiesa, ausente. Así como el penúltimo acto de una obra de bélica cuya sonoridad desciende hasta los acordes más bajos; como los nanosegundos que testifican cuando se detiene el corazón; como los ojos que advierten su último titilar.
Pretendo entender, a partir de ello, lo que sucede conmigo. Difícil de explicar sin traer a colación hilos e historias entretejidas de mis compañeras de danza, de mis hermanas del arte, con quienes compartí vestuario, peinetas, zapatos, y con ellos, alianzas y disonancias, ninguna más fuerte que el profundo interés por el bienestar de la otra, por volvernos a ver y elevarnos con la música mientras marcamos por enésima vez la última coreografía, la última cueca, el último adagio. Y, sin pensarlo así fue, la última vez. Después, a una de ellas le arrebataron la vida diciendo “no quiero que bailes”, como frase escolta de cada puñalada que atravesaba su cuerpo, desmenuzando su vida, su alma, sus sueños, su amor.
“No quiero que bailes”, resuena y palpita por mi médula espinal. Aquella advertencia similar a un cántico cuyo ruido no dejo de escuchar desde la primera vez que pisé un salón de danza, la queja y súplica romántica de los novios recelosos que ahora se transforma en marca de muerte, en título de crimen, en argumento de ira, en justificación moral, en entrega de amor. ¿De qué amor hablamos, cuando se pretende invalidar y someter nuestra libertad a merced de quien dice amarnos? ¿Qué amor es ese que castiga con muerte nuestra entrega a lo que amamos hacer? ¿Qué amor podrido nos quita la vida primero con palabras y después con puñales?
A nombre de ese amor muchos sueños se frustraron, incontables zapatillas y faldas quedaron en la gaveta del pasillo silencioso por el que nadie quiere recorrer, cintas de colores, broches de cabello y viejos aromas son lo único que quedan donde alguna vez se desprendía amor, se desprendía vida. Con ligera esperanza contemplé a quienes apostaron por seguir. Esperanza y miedo, porque soy mujer y aprendí a sobrevivir en una sociedad en la que, si por “amor” no renuncias a algo, te lo arrebatan y con total impunidad hacen alarde de ello, sociedad machista le dicen.
¿Les conté de Mariela? Mi compañera de danza. Su constancia y compromiso con lo que más le gustaba hacer, con lo que le daba vida, con su motivación para amar, le costó miedo, traumas, amenazas, insultos. Y cada final de temporada algún que otro shock de estrés post traumático en media práctica, recordando las advertencias violentas de su novio respecto a no bailar con pareja. ¡Bonito amor!, el que le tocó vivir y, con ella, a todas nosotras.
Sofía tuvo más suerte, o quizá no. Dejó la danza porque algún jovenzuelo le hizo creer que ninguna mujer que se respete juega con su cuerpo, un juego era para él lo que a ella le tomó tiempo aprender. Supe que ya no baila, su familia celebró la decisión porque así pudo establecer una relación estable, sin amigos que la distraigan o actividades que perjudiquen su vida en pareja.
Y así, podría pasar horas escribiendo nombres y contando “anécdotas románticas” de compañeras a quienes quiero y admiro mucho. No lo hago porque me invade la angustia, porque sé que aquella ligera y precisa advertencia sobre no bailar, no es solo una falsa demostración de amor. Percibo, por lo mismo, que va más allá de la inseguridad y posesividad de un hombre. Porque alguna vez, un novio “enamorado” le advirtió lo mismo a mi compañera de arte. Ahora, ella está muerta bajo el mismo argumento que a diario se escucha entre risas y suspiros preocupados a lo largo de los vestidores en los salones de danza, en las charlas de café, en las noches de ensayo: “no quiero que bailes”.
Esa frase, ahora, retumba en todas como el 5; 6; 7; 8 de nuestras coreografías. “No quiero que bailes” es el coro que acompaña una a una las puñaladas que arremeten con ira en contra de nuestra vida, agrietando heridas, dejándonos rotas, muriendo lentamente mientras escuchamos entre misceláneas barahúndas “no quiero que bailes” cuan sinónimo hilarante de “no quiero que vivas”.
¿Por qué escribo esto? Quien también ame bailar, flotar, vibrar en un escenario o en el rincón de su habitación, o conozca a alguien que lo haga, entenderá perfectamente la expresión: “cuando bailo me siento viva”. Es ahí donde radica nuestra esencia, nuestra razón de ser y hacer. A través de la danza trasmutamos nuestros sentidos, atenuamos precipitaciones, vibramos con cada millonésima parte de nuestro cuerpo y espíritu, nos sentimos libres, auténticas, propias, nuestras y de nadie más que de nosotras mismas.
Vivimos completas, o al menos eso pensé. Hoy nos falta Yessie, nuestra compañera de danza, nuestra hermana de arte. Una parte de nosotras fue extirpada con odio, sin el mínimo respeto a la libertad de nuestros cuerpos y entrega de nuestras almas, a nuestras ganas de vivir. ¿Estamos vivas? Quizá caminamos errantes dentro de un reloj de arena cubierto de corazones rojos, flores y chocolates, que se regocija de ello. Con optimismo insuficiente, pero resiliencia inmóvil para no ser succionadas, enterradas, amontonadas entre un número más de la indiferencia, complicidad e injusticia.
No estamos completas. Si algunas, con suerte podemos bailar nuestra historia, guardamos rabia, guardamos miedo. Porque todavía existen quienes que se creen con la superioridad moral de arrebatarnos la vida a nombre del amor. Padecemos agonizantes porque cada advertencia se convirtió en puñalada, y cada puñalada en sentencia de muerte como castigo a un pecado por desprender vida y libertad; por bailar. “No quiero que bailes” es el leitmotiv susurrante diario, el azúcar en el desayuno, el pan a la hora del té. Es el puñal atravesando nuestros tejidos, destruyendo todo a su paso mientras bramante confiesa, escupe, vomita: “¡no quiero que vivas!”.
Autora: T’ikita Wara