Las propuestas de los candidatos presidenciales parecen formularios burocráticos sin alma: largas listas de promesas sin inspiración, planes sin propósito y discursos que no convocan a soñar. “No hay épica, no hay relato, no hay futuro”, coinciden analistas, al advertir que la política boliviana ha reducido su horizonte a la administración rutinaria del Estado. En lugar de proyectar un país distinto, los aspirantes a la Presidencia compiten con consignas vacías, sentimentalismo de TikTok y campañas teñidas de guerra sucia.
En materia económica, el guion sigue siendo el mismo de hace medio siglo. Las propuestas giran en torno al gas, el litio o cualquier recurso exportable, disfrazadas de estatismo o privatización, pero sin innovación. “Extraer, vender y esperar que el mercado nos salve” resume el modelo extractivista que ningún candidato se atreve a desafiar. Bajo consignas populistas, unos proponen legalizar autos ilegales, otros prometen “dinamitar” la Aduana, y algunos coquetean con el FMI como si de ese matrimonio surgieran milagros.
El debate político se ha convertido en un manual de procedimientos sin visión de país. Se habla con solemnidad de decretos, reformas y subsidios, pero lo esencial —una idea movilizadora de nación— brilla por su ausencia. “La política se ha llenado de gerentes de oficina, no de estadistas”, denuncian observadores, al advertir que ninguna de las propuestas actuales plantea un cambio de rumbo real.
La gran ausente en este debate es la educación como motor de transformación. Ningún proyecto plantea colocarla en el centro de la política pública, no como gasto sino como inversión estratégica. Y sin embargo, los datos son alarmantes: de cada 100 bachilleres bolivianos, apenas 3 logran aprobar una prueba básica de matemáticas. En un mundo que avanza hacia la cuarta y quinta revolución industrial, el talento humano y la creatividad deberían ser el eje de la estrategia económica.
Cuatro errores estructurales explican este vacío. Primero, se sigue entendiendo la educación como servicio público y no como inversión en capital humano. Segundo, se la trata como un sector más, cuando debería ser la columna vertebral del desarrollo. Tercero, se reduce el aprendizaje al aula, olvidando que también ocurre en empresas, familias y plataformas digitales. Y cuarto, se la vincula absurdamente con la corrupción, como si el conocimiento fuera culpable de los pecados del poder.
El modelo extractivista del siglo XX ha llegado a su límite. Los precios volátiles y el agotamiento de los recursos muestran que la riqueza del futuro no está bajo tierra, sino en las ideas. Paul Romer y Robert Lucas, premios Nobel de Economía, demostraron que el conocimiento es un bien no rival: “una idea compartida no se divide, se multiplica”. Por eso, expertos insisten en que Bolivia necesita un “shock educativo” urgente para transformar su estructura productiva.
La revolución educativa no puede ser tarea exclusiva del Estado. La familia, como primer espacio de aprendizaje, y el sector privado, mediante la innovación y capacitación, deben ser actores clave. Incluso organizaciones no estatales tienen un rol crucial. Y aunque la educación se asocie con procesos de largo plazo, el ritmo del cambio tecnológico exige acciones inmediatas y resultados en el corto plazo.
Bolivia no puede seguir postergando esta discusión. La educación no debe ser un cuarto más en la casa del Estado: tiene que ser la base sobre la que se construye todo lo demás —la economía, la salud, la institucionalidad y la democracia—. Convertirla en el eje del desarrollo es más que una política pública: es un proyecto de país. Y hasta que la política deje de hablar de recursos naturales y empiece a hablar de capital humano, el futuro seguirá siendo solo una promesa incumplida.