En el sombrío teatro de la ambición desmedida, a veces se presencian actos de una vileza tal que hielan la sangre y conmocionan los cimientos de la sociedad. Hoy, nos enfrentamos a uno de esos momentos: la repugnante realidad de la pedofilia que se anida en las entrañas mismas del poder político. Se intenta, con una desfachatez indignante, defender lo indefendible: la depredación de la inocencia infantil por parte de quienes ostentan cargos públicos.
Permítannos expresar con la vehemencia del horror: no hay argumento, por retorcido que sea, que pueda justificar el abuso sexual de un niño. No hay estrategia política, por maquiavélica que se presente, que pueda lavar la mancha imborrable de la pedofilia. Intentar siquiera justificar tales actos es una traición a la humanidad misma, una abdicación de toda moral y decencia.
Los principios y valores humanos, como la compasión, la justicia y la protección de los vulnerables, adquieren una fuerza inconmensurable cuando se trata de la infancia. Son el baluarte que debe resguardar a nuestros niños de la barbarie. Que aquellos que han jurado servir al pueblo se conviertan en sus peores depredadores es una afrenta que clama justicia. Anteponer apetitos políticos personales, o la defensa corporativa de un partido, a la protección de la infancia es una infamia que no puede quedar impune.
La pedofilia en el ámbito político es la más vergonzosa y aberrante de las traiciones. Es la profanación de lo más sagrado: la inocencia y el futuro de nuestros niños. No se trata solo de un delito, sino de una profunda herida en el alma de la sociedad. Defender a los pedófilos, encubrirlos o minimizar sus actos es convertirse en cómplice de la maldad. Lo más sagrado que tenemos es el deber de cuidar a nuestros niños, de protegerlos con uñas y dientes de quienes pretenden mancillarlos. No permitamos que la impunidad ampare a estos monstruos. No permitamos que la política se convierta en un refugio para los depredadores de la infancia.