Era todo un espectáculo ver el paso de Juana Azurduy atravesando los tremendos caminos de la alta quebrada boliviana.
Al frente y a su alrededor, formando escolta, iban más de un centenar de mujeres emponchadas, espada a la cintura y fusil colgando en la montura.
Detrás, a veces se sumaban, hasta dos mil cholos, -que eran los campesinos-. También había indios. Formaban el cuerpo guerrero de aquella tropa patriota, que luchaba por la independencia de América.
La de Juana Azurduy de Padilla es una historia singular, en la historia grande del continente americano.
Ella entró en la posteridad, por la vía de dos grandes amores: primero, cuando pupila de un convento de Chuquisaca, en el Alto Perú –hoy Bolivia- cruzó su mirada por vez primera con un oficial que se llamaba Manuel Padilla.
Luego, cuando años después, al partir Padilla que ya era su esposo, hacia la guerra, para liberar esta parte de América, llevando junto a sí a sus tres hijos, montó a caballo para trocarse en un soldado más de la dura contienda nativa.
Juana había nacido esta heroína en la virreynal Chuquisaca el 12 de Julio de 1780 y tenía algo más de veinte años cuando conoció a Padilla.
Se casó, finalmente con el Oficial.
Se sentía inmensamente feliz.
Pero, cuanto más grande la alegría, más cercano está el dolor.
Toda la América era en ese momento una tea ardiendo.
Juana cuidaba su hogar y atendía a sus tres hijos, con una dulce severidad.
Hasta que en Chuquisaca precisamente, estalló un 25 de mayo de 1809 –como una premonición continental- nació, decía, la histórica revolución republicana. Desde ese instante, casi sin darse cuenta, Juana Azurduy de Padilla iba sintiendo que su alma se transformaba.
Un día, le tocó llevar un mensaje a un núcleo de patriotas reunidos. Otro, montó a caballo y le ordenaron vigilar una senda boscosa. Más tarde siguió a su esposo como un soldado más de sus tropas revolucionarias. Hasta que al fin, ya transformada por completo, fue la Amazona del Altiplano.
Septiembre de 1810. El Alto Perú, había proclamado su adhesión al gobierno patriota de Buenos Aires, surgido en mayo de ese 1810.
Como oficial del ejército libertador, Padilla combatió en las batallas de Tucumán y Salta, a las órdenes de Belgrano.
Al producirse luego la derrota patriota en Ayohuma, el Oficial Padilla, sublevó a los indios de los valles nativos, hasta reunir un ejército irregular de más de cuatro mil hombres entre cholos e indígenas.
Juana Azurduy, su esposa, estaba con él, en primera línea.
Celadas, avalanchas de piedras, asaltos sorpresivos, iban llenando los caminos de Bolivia de episodios de increíble valor.
Pero, en el destino de esta mujer, fueron muchas más las penas que las alegrías.
En 1816, desde la cima de una montaña, sin poder hacer nada para impedirlo, le tocó presenciar el fusilamiento de su esposo.
Ese día, ella comprendió muy bien, que el dolor físico se soporta mejor que el espiritual. Porque contiene esperanzas.
Desde ese momento, perseguida, refugiándose en los bosques, haciendo noche en las partes más inhóspitas de la montaña, Juana Azurduy se transformó en el azote de los realistas.
El alma de la indómita guerrillera, parecía estar más allá del dolor y de las penas.
Delante de sí, tan sólo veía un camino: el que conducía a la libertad continental.
El gobierno de la libertad le otorgó a Juana Azurduy el grado de Teniente Coronel de la patria. ¡Caso único!.
A mediados de 2015, hace poco tiempo, se le concedió el grado de Generala en Argentina.
Vivió 80 años, hasta un 25 de mayo de 1862, siempre acompañada por algunas mujeres que habían sido su escolta.
Y fueron estas mujeres, las que con sus hijos, le dieron los hijos que ella perdió en la larga batalla por la independencia y también le brindaron la risa de los nietos que nunca tuvo.
En los poblados indios –todavía hoy- se cuentan las hazañas esta mujer indomable que se llamó Juana Azurduy de Padillla.
Y esta heroína, ejemplo cabal de fe, de temple, de fervor por un ideal, inspiró en mí este aforismo:
“Frente a la adversidad, algunos frenan su avance. Pero otros, redoblan su impulso”.
Autor: José Narosky